Domingo de Ramos
Santo Evangelio según San Mateo 21, 1-9. Entrada Triunfal de Jesucristo en Jerusalén.
Se toma la Homilía comentando el libro de Jeremías Profeta 2, 12-32.
Sermón de San León, Papa.
He ahí, carísimos, que nos hallamos ya en la festividad de la Pasión del
Señor, tan deseada por nosotros y tan necesaria a todo el mundo; en
medio de los transportes de los goces espirituales que nos comunica, no
podemos permanecer en silencio. Y si bien es difícil hablar digna y
convenientemente muchas veces sobre una misma solemnidad, con todo, no
pude el sacerdote sustraerse al deber de predicar a los pueblos fieles,
tratándose de un tan gran misterio de la divina misericordia. Siendo la
materia en sí misma inefable, por lo mismo proporciona recursos para
hablar; y nunca pude ser suficiente lo que se diga, porque nunca se
agotará el asunto que se trata. De consiguiente, humíllese la debilidad
humana delante de la gloria de Dios, y confiese que es siempre
insuficiente para exponer las obras de su misericordia. Esfuércese
nuestra inteligencia, permanezca en sus pensó nuestro espíritu y
deficiente nuestra expresión. Nos conviene darnos cuenta de lo pequeñas
que son ante la realidad nuestras ideas más elevadas acerca de la
majestad del Señor.
Al decir el Profeta: “Buscad al Señor, y esforzaos, buscad siempre su
rostro”, nadie presuma haber hallado todo lo que busca; no sea que deje
de acercarse a él si deja de encaminarse hacia él. Ahora bien, entre
todas las obras de Dios ante las cuales desfallece la admiración humana,
¿hay otra que conmueva nuestro espíritu y sea superior a las fuerzas de
la inteligencia como la pasión del Salvador? El cual, para librar el
linaje humano de la esclavitud de la mortal prevaricación, ocultó la
potencia de su majestad al furor del diablo, y no le opuso más que la
flaqueza de nuestra debilidad. Si aquel enemigo cruel y soberbio hubiese
podido conocer el designio de la misericordia de Dios, ciertamente que
habría preferido inspirar sentimientos de mansedumbre en el animo de los
judíos que odios injustos, a fin de no perder el dominio de sus
esclavos, persiguiendo la libertad de aquel que nada le debía.
Su malignidad le engañó; infirió al Hijo de Dios un suplicio que había
que redundar en remedio de todos los hijos de los hombres. Derramó la
sangre inocente, que debía ser la reconciliación del mundo y de nuestra
bebida. El Señor sufrió lo que había elegido según los designios de su
voluntad. Se puso en manos de sus enfurecidos enemigos, los cuales, al
dejarse arrastrar por su propia maldad, se hicieron servidores del
Redentor. Era tanta la ternura de su amor en favor de los mismo que le
crucificaban, que estando en la Cruz suplicaba a su Padre, no que los
castigase, sino que los perdonase.
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