Carísimos hermanos:
Hace ya algún tiempo que existe entre nosotros un
amplio, ferviente y duradero deseo de que todos aquellos que se
alejaron de la verdadera y única Iglesia de Cristo retornen y sean uno
con nosotros en la Fe. Fue por ello que, desde el primer momento de
nuestra elevación al Solio de Pedro, quisimos que la Iglesia sea
reorganizada, que sea reformada en su disciplina, en su derecho, que los
sacerdotes y los obispos pudieran dejar ese estado irregular, por
decirlo de alguna manera, que existía en la Resistencia Católica desde
el Conciliábulo del Vaticano y que, a pesar de la restauración del Sumo
Pontificado en la persona de nuestro amado Predecesor, León XIV, no pudo
llevarse a cabo.
Hubo muy buenas intenciones, lo sabemos, más hasta
que Nos decidimos realizar nuestro viaje apostólico fue imposible que
dicha reorganización ocurriera. Era menester, carísimos hermanos que
conociéramos personalmente, no ya solo por vuestras cartas y vuestras
intenciones, como estabais trabajando. ¡Y que grandes cosas pudimos ver
en América del Norte que ignorábamos! ¡Cuantas cosas habías ocultado,
movidos por la humildad! Y lo mismo que vosotros hicisteis, lo hicieron
en Europa y África, y también en América Latina nuestros hermanos en el
episcopado.
Sin embargo, movidos por el amor que sentíais por la
obediencia debida al Primado de Pedro, no tomasteis ninguna decisión
respecto a los episcopalianos que deseaban entrar en comunión con Nos,
pero tampoco (y aquí hubo una gran falta) nos avisasteis de esa novedad.
Y aquellos que, individualmente se convirtieron, no fueron admitidos
según su estado en la Iglesia, por lo cual, se prolongó en ellos el
dolor del cisma y la mancha de la herejía, aun cuando era de su animo
entrar a la Iglesia. Anoticiados de esto, e invocando a la antigua
disciplina, luego de un cuidadoso examente, estos hombres fueron
admitidos a la Iglesia por nuestra orden y se erigieron parroquias y
diócesis con poder de jurisdicción, y se les otorgó a los antiguos
episcopalianos y anglo-católicos de Estados Unidos el derecho de
mantener sus tradiciones, su liturgia y de reformar su derecho canónico
usando como modelo el de 1917 que impera en la Santa Iglesia Católica.
Desde
aquel momento, varios anglo católicos se han dirigido a la Santa Sede a
fin de solicitar derechos y permisos similares a los que Nos otorgamos a
nuestros amados hermanos conversos en América Anglosajona, hoy plenos
hermanos en la Fe y el Evangelio de Nuestro Señor. En cada
circunstancia, luego del correspondiente examen y consulta de la Sagrada
Congregación. Fue por ello que, luego delas respectivas consultas a la
Sagrada Congregación para la disciplina de los sacramentos, la Sagrada
Congregación para la Erección de Iglesias y Provisiones Consistoriales y
finalmente la Sagrada Congregación de Propaganda FIDE, se decidió
admitir a todos los episcopalianos que se convirtieran, respetando su
estatus canónico, siendo ordenados todos. Sin embargo, siguiendo la
tradición que prohibía a los obispos estar casados, Nos decidimos que
aquellos que ocupaban los cargos de obispos, sean admitidos como
sacerdotes, más que por su fe y amor a la Iglesia, según los casos, se
les otorgue el titulo de “Monseñor”, sin que ello implique la gracia del
Episcopado.
En nada nos pareció entonces, contrario a la Iglesia,
extender este privilegio a todos y hoy en día, la Iglesia en los Estados
Unidos fructifica y florece gracias al trabajo de estos buenos
católicos. Es menester entonces, carísimos hijos que todos vosotros
estéis en Paz y comunión, porque todos sois ovejas del mismo rebaño,
todos sois verdaderos católicos y no puede ni debe haber entre vosotros
discusiones ni problemas.
Es por ello que, con el objeto de poner fin
a ciertas disputas, hemos decidido elevar a S.E.R Alexander al
cardenalato en la Santa Iglesia, y le otorgamos además el cargo de
Primado de Estados Unidos y Canadá.
Convidamos entonces a todos los
católicos verdaderos, en paz y comunión con esta Silla Apostólica, que
vivan en los Estados Unidos, a someterse a sus prelados, sin importar de
su pasado, porque muchos de nosotros hemos sido bautizados y crecimos
en el error y la herejía antes de ver la Verdad que es la Iglesia de
Cristo. Por ello les rogamos, en Cristo Nuestro Señor, con todo el amor
que nos es posible, que desaparezcan de entre vosotros los recelos, que
no vienen de Dios, sino del Demonio, que solo de esa manera puede turbar
los corazones y echar sombra ante el milagro que vosotros constituís.
Con Nuestra Bendición Apostólica,
ALEXANDER IX. PP.
Dado en Villa María, el IX de noviembre del año MMIX de Nuestro Señor.
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